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MARCUS STEINWEG
 

DEFINICIÓN DEL ARTE PARA HAEGUE YANG TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN DE FERNANDO QUINCOCES

Haegue Yang, Mountains of Encounter
Desde el comienzo la filosofía ha infundido temor. Lo que atemorizaba era la falta de temor, el atrevimiento de la filosofía. Porque la filosofía es un movimiento repleto de peligros. Es un movimiento de amor (philía, philein) que exige coraje y determinación. Se ha intentado ridiculizarla. Se temió al filósofo por ser oscuro (skoteinós) y se burlaron de él por no ser capaz de ver lo más inmediato, sino sólo lo más alejado, y por caerse en el pozo o ir tropezando continuamente; lo acusaron de corromper a la juventud ateniense, lo juzgaron y llegado el momento lo mataron. Yo defino la filosofía como la valentía de no rehuir la llamada de los grandes conceptos: ¿qué es la libertad?, ¿qué es la verdad?, ¿qué es la justicia?, ¿qué es el amor?, ¿qué es el hombre? Ahora bien, ¿de qué modo están relacionadas estas interrogaciones con el arte y la filosofía? Creo que arte y filosofía están vinculados por esa valentía: el arte es afirmación de la forma en la apertura a lo informe, la filosofía es afirmación de la verdad en la complejidad de las realidades instituidas. La afirmación de la forma del arte y la afirmación de verdad de la filosofía exigen la confrontación con estas realidades sin plegarse ante ellas. El arte y la filosofía sólo existen como autonomía y resistencia frente a lo establecido. La autonomía y la resistencia del arte y la filosofía no son demostrables científicamente; deben avalarse con obras que escapan al dictado de la demostrabilidad. Resistencia y autonomía constituyen la soberanía de la obra de arte. Soberana es la obra que opone una autonomía resistente frente al imperativo del Zeitgeist: es decir, la libertad de su forma. El formalismo de la libertad que es el arte desliga la obra de su historia, la desvincula del ámbito de su determinación real, tanto cultural como técnica, histórica, informacional o económica. La obra va asociada de modo activo y pasivo a sus determinantes sin por ello concederles la autoridad última sobre ella, puesto que implica una afirmación que la une a lo imposible, a su verdad, la cual no forma parte de dicho ámbito (o sólo como límite absoluto suyo). La soberanía es el nombre de la irreductibilidad de la obra, de la disconformidad de una afirmación que rebasa sus propias condiciones. Gracias a su soberanía la obra mantiene incólume su vinculación con el infinito. El infinito es otro de los nombres de lo inconmensurable. En el contacto con lo inconmensurable se hace posible la existencia de cierta soberanía para la obra de arte, que la libera del aprisionamiento por sus determinantes fácticos.

Arte y filosofía tienen en común una especie de geometrización de lo inconmensurable. La reafirmación de la forma en el arte da un perfil a lo informe. Un elemento del carácter fantasmal de la obra es el hecho de que su consistencia sea deudora de lo inconsistente. Precisar el caos significa arrebatar la consistencia de la obra a su invisibilidad y decaimiento, producir y defender una visibilidad que pueda prescindir de sobreentendidos. Por esa razón el surgimiento de la obra es una permanente sorpresa, porque su evidencia pertenece al orden de lo no evidente. El arte se da en el momento en que esa epifanía desgarra un agujero en el tejido de los hechos dados para eclipsar la evidencia de las realidades instituidas, no a través del oscurantismo o el ocultamiento, sino a través de la claridad, de un exceso de evidencia que deslumbra la razón y el sentido. El momento de ese deslumbramiento, que demanda categorías o conceptos que no están disponibles, es el momento de la aparición, un momento en el que resplandece la necesidad de la obra mientras el sujeto busca sus motivos. La obra de arte posee esa fuerza de trastornar a través de la claridad, de suspender las certezas del sujeto, de “abolir lo real” . Nunca ha habido un arte que se coaligue con lo real. El arte es resistencia frente a lo que es. No en nombre de lo que debe ser, sino en nombre de la parte aún innominada de la realidad establecida. Podemos llamar a esa fracción de lo sin nombre lo real o el exterior. De ella puede decirse que da nombre a la verdad de una situación real, de una textura histórica situacional. En la obra de arte se comunican las realidades oficializadas, reconocidas, con esa resistencia que sólo da nombre a su inconmensurabilidad: a lo informe que se resiste a su formalización. La obra es el lugar de esa comunicación forzosamente frustrada. En vez de abrir espacio a la conciliación, la obra es el lugar del cruce a lo intransmisible. Delimita el espacio de este conflicto, lo que podría llamarse ámbito de la diáfora, un área de zozobra que determina su propio rigor y precisión. La obra de arte marca este punto crítico, este cruce entre forma y falta de forma, al tiempo que afirma una forma que reconoce el caos. Sin embargo, este reconocimiento no puede ser él caótico. Parte de la precisión de la obra es ese preciso endeudamiento. Toma un préstamo problemático del caos, y lo que expresa no es más que esa deuda. La autonomía de la obra de arte es deudora de su heteronomía. El reconocimiento de la heteronomía es autonomía, del mismo modo que la soberanía no existe como dominio absoluto, sino solamente respecto a todo aquello que discute y relativiza la soberanía. Éste es el sentido de la afirmación ex nihilo: la obra de arte no surge de la nada porque sea incondicionada, sino porque articula la distancia infinitesimal que la separa de sus condiciones fácticas . La suspensión de su realidad y la trascendencia de su condicionalidad presupone una relación de la obra con la realidad como campo de las condiciones objetivas. Esa relación puede ser descrita como una destrucción afirmativa. Una obra de arte se comporta necesariamente de manera destructiva frente a su realidad objetiva. Destruye el espacio de su realidad porque presta consistencia a una inconsistencia y acredita así la arbitrariedad de las realidades reconocidas. Esas realidades –las evidencias de los hechos dados– son arbitrarias porque su consistencia ontológica se limita a la función de encubrir una inconsistencia y hacerla vivible, una inconsistencia que es la contingencia universal, el caos. La obra de arte no puede hacerse cargo de esa función debido a que marca el tránsito o umbral hacia la inconsistencia. Ése es el lugar de la obra: el umbral entre el orden de los hechos y el espacio de desorden radical que es la dimensión de verdad de las realidades instituidas y consolidadas. El umbral, y con él la obra de arte, no se abren a un segundo mundo que pueda ser en sentido alguno más real que la “realidad”. Se abren a la realidad en el estatus de inconmensurabilidad de ésta. En formulación lacaniana, la realidad es lo real pero no sabe que lo es, y no quiere saberlo, ni puede saberlo, porque la realidad es el nombre de un no-saber fundamental que esconde su no-saber aparentando saber, enmascarando su no-saber como conocimiento. La apertura a lo real es contacto con lo no-sabido de ese no-saber, contacto con la verdad en la medida en que la verdad es el nombre de la inconsistencia del espacio de consistencia que llamamos realidad. Existe una obra cuando se produce ese contacto. La obra de arte es articulación de ese contacto con el caos a través de un doble esfuerzo: toca lo inconmensurable y le da forma. Precisa el caos al mismo tiempo que se resiste a él. No toma partido ni por lo real ni por la realidad. Se abre a la horrenda verdad de que la realidad es ya lo real, de que toda consistencia, toda certeza, todo hecho se halla suspendido sobre el abismo de una inconsistencia. La propia obra está suspendida en el aire. Se articula como una construcción sostenida sobre ese abismo. Se distingue de las construcciones de hechos en que su función no consiste ni en encubrir ni en hacer soportable la inconsistencia. La función de la obra –su acción– es la apertura a lo imposible (y no a posibilidades en el horizonte de los hechos). La obra se abre a los límites del espectro de posibilidades que es la realidad. Disolverse en la realidad significa confirmar una y otra vez este espectro de posibilidades (la textura opcional) a través de posibilidades (¡ofertas!) elegidas, mientras que la apertura a lo real que proporciona la obra de arte expresa una decisión que no es una elección puesto que como tal decisión vota a favor de lo imposible. Elegir quiere decir elegir la realidad en la realidad. Decidir significa hacer visible el límite de la realidad tocándolo. El límite de la realidad es el caos, lo real, la nada. Ese límite discurre por todas partes, por todos los márgenes del ámbito de los hechos. Atraviesa cualquier tipo de certeza y evidencia. Hacerlo visible quiere decir hacer visible lo invisible. Porque, por definición, es propio de lo real el mantenerse invisible, o, empleando categorías de Wittgenstein, lo real se muestra y ese mostrarse es del orden del señalamiento de lo inefable, de lo irrepresentable, de lo invisible. Lo irrepresentable es un puro concepto estructural sin contenido alguno de positividad que no esté referido a lo dado. Ésa es la diferencia entre el objeto fáctico y la obra de arte: el objeto fáctico permanece atado a la dimensión de las cosas dadas, está sumido en ellas sin salvedad. Tan sólo da testimonio de hechos. La obra de arte aporta pruebas de algo distinto. Pone en entredicho la credibilidad del mundo de los hechos.

La definición del arte debe abrirse a la cuestión del museo. Al leer el artículo de Georges Bataille de 1930 para la revista Documents a propósito del concepto museo, sólo cabe la decepción. De Bataille –el teórico de lo heterogéneo– se hubiera esperado algo más que percibir en el museo un espejo donde el visitante ve reflejada una imagen lisonjera de sí . Es evidente que los visitantes de un museo se encuentran a sí mismos en el museo: una imagen de la subjetividad humana. Pero ¿quién puede afirmar que el autoencuentro se halle restringido a las formas de la autoconciencia y la autoapropiación? La categoría de lo heterogéneo tiene en Bataille la función de denominar lo no-apropiable, lo que Sloterdijk llama “lo inasimilable” . El museo se enfrenta a lo inasimilable. Es una máquina de asunción de ese enfrentamiento. Lo inasimilable o heterogéneo sería aquello que empaña el espejo y distorsiona la imagen. Y si bien el museo sigue siendo archivo, almacén, colección, espacio de representación, lugar de contemplación, es también ya laboratorio, taller, generador, cuarto de máquinas, experimento... Es innegable que en el museo se hermanan lo familiar con lo ajeno, la recopilación con la dispersión, lo homogéneo con lo heterogéneo, la idealidad con la realidad. El museo es el lugar de un conflicto irreductible. El espacio de una turbulencia en apariencia incesante. Mientras la máquina del museo continúe teniendo “el caos dentro de sí” (Nietzsche) seguirá siendo el espacio de zozobra de una subjetividad obligada a su turbulencia. Abrirse al caos no supone incorporarlo. El caos es aquello que rechaza la incorporación. Y sin embargo la forma dinámica que es el museo está abierta a la informidad caótica al tiempo que trata de precisar el caos. Precisar el caos es la tarea esencial desempeñada por la máquina museística. Precisar el caos significa ceder espacio a lo que es inasimilable, poner en escena la primordial apertura de la subjetividad humana hacia el espacio de clausura del sujeto. El museo es el escenario de esa puesta en escena, que en vez de ser mera escenificación narcisista del yo hace intervenir algo ajeno, extraño, no familiar. De ahí que Sloterdijk defina la museología como una forma de “xenología”. Una forma de xenología significa una forma de tocar el caos. El carácter xenológico del museo mantiene en funcionamiento la máquina museística. Estar abierto a lo ajeno quiere decir estar abierto a lo monstruoso, a lo carente de rostro y de nombre que se presenta como una clausura. Dar precisión a tal apertura implica resolución –un corte, una decisión– y exige una buena dosis de violencia. La máquina del museo no es indiferente, y es todo menos inocente. Incluye y excluye. En el mejor de los casos incluye aquello que permanece excluido, lo heterogéneo. Tal inclusión de lo excluido, en lugar de significar su internalización colonizadora y su desactivación, sería una forma de cooperación con lo inasimilable en su inconmensurabilidad. Lo inconmensurable es el concepto ontológico de lo propiamente incalculable. El cálculo museológico debe hacer sus cuentas con lo incalculable. Integra lo no calculable en su operación de cálculo. Derrida ha considerado el cálculo de lo incalculable como una forma de responsabilidad que se extiende hasta lo que no admite responsabilidad. De igual modo que la decisión decide lo indecidible, el cálculo calcula lo incalculable. La lógica de esta paradoja es también la lógica del museo, que es ya un exceso de la lógica –es decir, del logos como colección– en la medida en que se desborda hacia un Afuera, que es la dimensión de lo heterogéneo. Algo como un museo existe solamente como tal exceso, como locura museológica que incluye la inconmensurabilidad al exstituir la institución que el museo representa, abriéndose a un exterior que sigue siendo realidad social, histórica, política, económica, cultural, en su plena inconmensurabilidad. La cuestión del museo no es una cuestión marginal de la filosofía. Lleva de forma inmediata a la cuestión referida al sujeto, ya que el sujeto es una máquina museológica que ejecuta la controvertida intermediación del pasado con el futuro, lo cierto con lo incierto, lo familiar con lo ajeno. Es la dimensión diafórica de la subjetividad humana. Diáfora significa tanto transporte como diferencia. El sujeto museológico es un transportador de diferencia que lleva lo extraño hasta lo familiar y lo familiar hasta lo extraño. La máquina museológica funciona en ese confín entre el interior y el exterior, lo comprensible y lo incomprensible, forma e informidad. Es otra manera de nombrar la vida misma, la vida humana en cuanto que apertura a la invivibilidad de la vida, en cuanto que (la expresión es de Agamben) se reafirma como forma de vida frente a su desnuda zoé. La máquina museológica puede ser interpretada como máquina antropológica, como proceso onto-antropológico. Abriéndose al museo, la filosofía se abre hacia sí misma: “No hay que confundir el giro museológico de la filosofía con un tránsito a otro género; tampoco hay nada de un escape hacia ámbitos menos ambiciosos. Ese giro sigue siendo filosófico en el sentido más estricto del término, porque reinterpreta de la manera más compacta posible el pensamiento más profundo de la metafísica, la diferencia ontológica, tal como la describió Heidegger” . Heidegger describió la diferencia ontológica entre el ser y el ente como diáfora, como composibilidad procesual de lo que no es composible, como “diferencia unificadora” . Eso es lo que conecta la máquina museológica con la máquina antropológica: la apertura a una diferencia que marca el punto de ruptura entre el dentro y el afuera, lo decible y lo indecible, el lenguaje y el silencio. Estrictamente hablando tal punto de ruptura no existe, puesto que no pertenece ni al registro del ente (de lo que es) ni al registro del ser (que da nombre a la razón de ser del ente). El punto de ruptura diafórico entre ser y ente es un lugar vacío, que Agamben define como “zona de indeterminación”, como “lugar de una decisión incesantemente demorada, en el que las cesuras y su articulación son siempre de nuevo dis-locadas y desplazadas” . La máquina antropomuseológica sería este lugar de permanente decisión, que genera por igual tanto homogeneidades, coherencias, conexiones e interdependencias como su cuestionamiento, suspensión y disolución. Una máquina que produce a la vez continuidades y discontinuidades. Un generador tan preciso como delirante que se manifiesta en la imagen de una subjetividad sin cabeza. Ser sujeto significa ser una máquina así, que, con la debida exactitud, se vuelve hacia el caos, lo futuro, lo venidero, la contingencia. El sujeto humano es un sujeto sin subjetividad, puesto que es una máquina cuya programación no es preexistente. Solamente al volver la vista atrás hacia los resultados, experiencias y encuentros generados por esta máquina se hace legible una continuidad de sentido, una causalidad, que deja de ser válida en el momento de su legibilidad. La continuidad de la máquina museológica reside en su discontinuidad, del mismo modo que la esencia del sujeto se basa en su falta de esencia. El exceso museológico supone la autotrascendencia originaria de la razón institutora, certificadora, archivadora, hacia su exterior constitutivo, que no es lo meramente exterior a ella, sino que persiste en su centro. El museo en cuanto exceso proporciona un concepto ontológico de la existencia humana como sujeto originalmente adentrado en el desierto de lo inconmensurable.

El sujeto es lo que hace de intermediario entre los órdenes de la finitud objetiva y la infinidad absoluta sin atribuir a esa mediación los rasgos de una reconciliación dialéctico-especulativa. Es un proceso sin fin, un procedimiento no concluyente. Mantiene al sujeto en su fiebre ontológica, que es la verdad de su finitud; de su finitud en cuanto apertura a lo infinito, a los límites de su vida, a la muerte, hermana de la infinitud. Respecto a la muerte el sujeto es objeto de una fatalidad que lo enfrenta a la inconmensurabilidad de sus realidades. Estar consigo mismo significa mantener contacto con la inconmensurabilidad, con el abandono de sí sin dejarse triturar por la fuerza de la infinidad –del caos o de la libertad– sin aproximarse en exceso a su muerte, sin concebir ésta de un modo demasiado apresurado. Como es evidente, el sujeto debe trascenderse como tal sujeto para poder penetrar en el círculo de esa “experiencia excesiva” que Blanchot exalta como “experiencia inmediata de lo sagrado”, como “contacto con lo inmediato” o “contacto con algo lejano” . Con lo inmediato, igual que con algo lejano, porque lo inmediato es lo más distante y porque lo que es más distante (el exterior o afuera, dehors) es lo más inmediato al sujeto . Blanchot muestra que la muerte representa el límite de lo que puede ser representado, igual que el nacimiento. El sujeto permanece vinculado a este límite, a la imposibilidad de la vivencia, de la experiencia, de la representación. La imposibilidad de la subjetividad como presencia vivida, como presencia propia y significancia congruente. El nacimiento y la muerte son los dos extremos de ese bucle que connota la vida del sujeto con el motivo de lo invivible. “La cuestión de la muerte, la del nacimiento”, dice Lacan en su seminario sobre Las psicosis (1955-56), “son en efecto las dos últimas que no tienen solución en el significante”. Sin solución en el significante quiere decir sin solución dentro del universo de signos, sin solución en ningún patrón de significado, sin solución en absoluto. El nacimiento y la muerte, el origen y el fin, son los que remiten al sujeto al final de su subjetividad, a los márgenes de su significado, a lo propiamente insoluble. Insoluble porque no se refleja en el registro de lo que puede ser concebido y nombrado, o solamente se muestra como innombrable e inconcebible. En lo referente a estos vacíos asignificantes que rondan la conciencia del sujeto bajo la forma de los más diversos lapsos, inclinaciones, rupturas y yerros y le hacen perder pie en un territorio presuntamente familiar, el sujeto está sujeto. Dispone de la consistencia mínima que le permite pasar por la experiencia de su desubjetivación –experiencia que hace tambalearse de un modo válido, aunque no aniquilar, la totalidad de las relaciones entre el yo y el mundo– sin perderse para siempre. En el sujeto hay algo que resiste. Para ser exactos no es nada más que esa capacidad de resistencia, de oponerse a su propia muerte, de hacer frente al desgarramiento y extinción absolutos que supone el contacto no amortiguado con el océano inherente en él. Una resistencia absoluta, tenaz como una entidad o sustancia. Y sin embargo es evidente que esa resistencia y esa tenacidad se deben justamente a su falta de ser y de sustancia, a la azarosidad de su aparición aquí o allí, a su presencia siempre inopinada y siempre desvaneciente. Estos rasgos que distinguen su propia inconsistencia hacen del sujeto una aparición fantasmal entre la vida y la muerte, la plenitud y el vacío, la presencia y la ausencia.

El sujeto del arte es un sujeto infinitesimal. Articula su infinita distancia a lo infinito. No es más que esa distancia. La obra de arte que engendra puede ser denominada por tanto un infinitesimal porque expresa la distancia que lo separa de lo inconmensurable. En la obra de arte se toca lo intocable, y resulta claro que ese contacto hace de ella misma una magnitud inconmensurable que se encierra en su absoluta comprensión. Aun así, debe ser posible atribuir a esa presencia incompleta una forma adecuada que sea la forma de lo informe. La obra no se cierra sobre sí misma. Permanece abierta. Su contorno es un trazado hecho sobre un exterior, contra el cual también se define la forma. Tan sólo la forma alcanzada en la delimitación mantiene el contacto con su propio límite y con la informidad a la que se abre, sin que sea pensable articularla por completo. La epifanía de la obra señala lo que ha dejado de ser visible: la invisibilidad que es parte de la evidencia de la obra. La zozobra y el asombro, y también la felicidad, que el encuentro y enfrentamiento con una obra de arte provocan tienen que ver con esa experiencia de lo invisible. En lugar de deducir un anhelo de misticismo y oscurantismo de la insistencia en la invisibilidad de la obra, habría que intentar entender cuán poco entra el entendimiento a formar parte del entendimiento, y qué poco se ve cuando se ve. El reverso de lo invisible –lo visible– es, en un sentido kantiano del término, un concepto problemático. Un concepto que apunta a algo que no se deja mostrar y que como tal inmostrable da prueba de una eficiencia cierta, que es la eficiencia de lo real o inconmensurable en su imposible totalización. Es obvio que “en” la obra persiste un Algo problemático al que debe su evidencia pero sobre lo cual guarda silencio. Ese mantener silenciado lo real de la obra de arte no supone seguir una estrategia para convertirlo en un enigma o misterio. Es dejar al descubierto una inexplicabilidad estructural que habilita la presencia específica de la obra de arte dejando que alcance el borde del universo de presencia que es dominio de las realidades explicables. La obra mantiene una mínima distancia con ese dominio a fin de abrir espacios a la inconmensurabilidad dentro del ámbito de inmanencia de la realidad una, pero no totalizable, y así poder finalmente decir de esa realidad que es real, es decir, incompatible con el mundo existente.